La alegría del don de la vida
En la transmisión de la vida humana, los padres desempeñan un papel de cooperadores libres a la divina providencia, contribuyendo a la concepción del cuerpo pero el alma es creada, de la nada, inmediatamente por Dios en el instante mismo de la concepción.
Por lo tanto, a nadie le es lícito atentar contra la vida e integridad física, propia o ajena, porque se trata de un derecho soberano de la Deidad. La vida no debe ser arrebatada por los hombres.Este es el derecho fundamental, inviolable e inalienable que poseen todos los hombres a la existencia, a la integridad corporal, a los medios necesarios para un decoroso nivel de vida. Derecho que nadie puede lesionar.
El primer homicidio de la humanidad fue el que cometió Caín al matar a su hermano Abel. Pablo VI afirmó que “la vida humana está sustraída a cualquier poder arbitrario que pretenda suprimirla, es intangible, es digna del mayor respeto, de todos los cuidados y de todos los sacrificios que se le deban”.
El aborto es un crimen abominable de un ser inocente, indefenso y débil. Desde el primer instante de la concepción, no es lícito detener el desarrollo natural de un proceso en el que está comprometida la acción creadora de Dios por lo que la vida es sagrada, desde el primer momento de la concepción.
Es ilícito que quienes gobiernan y legislan olviden que es función de la autoridad pública defender, con leyes y penas convenientes, la vida de los inocentes que todavía están encerrados aún en el claustro materno.
La vida humana es también inviolable hasta el último instante de su supervivencia natural en el tiempo. Por lo tanto, la eutanasia o directa occisión, muerte violenta, de los ancianos o enfermos desahuciados, inválidos, enfermos terminales o en estado vegetativo, con el fin de evitar sufrimientos, resulta tan injustificable como cualquier otra especie de homicidio. Sin embargo se deben utilizar narcóticos o sedantes que mitiguen el dolor, ayudando al enfermo a sobrellevar sus penalidades.
También es obligado salvaguardar la integridad y la salud del propio cuerpo. El hombre al no ser dueño de su propia vida no tiene sobre sus miembros otro dominio que el que se refiere al cumplimiento de sus funciones naturales; no puede destruirlos o mutilarlos, ni hacerlos ineptos para los fines a que los ha destinado la naturaleza.
Clemente Ferrer
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