Médicos contra el aborto
“En mi conciencia, este es uno de los puntos en que no me veo obligado a obedecer. Tenéis que comprender que en todos los asuntos que tocan a la conciencia, todo súbdito bueno y fiel está obligado a estimar más su conciencia y su alma que cualquier otra cosa en el mundo”. Esta afirmación del eminente jurista Tomás Moro, lord canciller de Inglaterra, patrono de los gobernantes y los políticos, deberían esculpirse
a fuego en el frontispicio de todos los parlamentos del mundo. Por desgracia, sus palabras no encabezan la ley del aborto portuguesa, que faculta a toda mujer embarazada a abortar en Portugal, sin restricciones, durante las diez primeras semanas de gestación. Pero sí está presente en la conciencia de miles de ginecólogos.
Como estos médicos no están dispuestos a realizar abortos, en muchos hospitales públicos no puede efectuarse esa práctica al contar con la totalidad de los médicos objetores de conciencia. La Dirección General de Salud lleva invertido mucho dinero en una campaña informativa que repite insistentemente el mismo mensaje: el Estado garantiza el aborto a petición, de acuerdo con la ley, que deja fuera al especialista para dar todo el poder a la voluntad de la madre.
El Colegio de Médicos ha creado una lista de médicos objetores de conciencia para que haya transparencia y se conozca quiénes ejecutan a cabo abortos y quiénes refutan este asesinato. Rechaza la acusación de que la objeción de conciencia sirva para que los médicos ganen más dinero practicando abortos en las clínicas privadas, porque los ginecólogos están para traer vidas al mundo, no para suprimirlas.
El gobierno portugués se equivoca si cree que las leyes pueden ordenar cualquier cosa. Existen límites que debe respetar. Ningún Estado puede obligar a los ciudadanos a realizar acciones injustas o que puedan agredir gravemente su conciencia. No puede incluso si la decisión emana del Parlamento. Es la maravillosa lección que nos dejó Tomás Moro, figura clave en la historia de la democracia europea. Decapitado por orden del rey Enrique VIII en 1535, precisamente por ser fiel a los dictados de su conciencia.
CLEMENTE FERRER
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